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bfheymann

Memorias del veneno I

Cuando tenía seis años sufría por el inconmensurable dolor que le daba estar enamorado de aquella niña. Era única, divetida y atractiva. A sus escasos años no tenía curvas vertiginosas, ni vértices llamativos. Era como una lisa tabla de madera, pero su mirada hacía que detonaran las células de los pequeños Juanes. Laura y su novio de prepri, “el pillo”, se daban besitos en los labios. Eso podía incendiar el corazón del joven que los veía receloso.
Quizá todo empezó el día que cachó a sus padres teniéndo sexo. No entendía que pasaba y pensó que era un juego para adultos. Escodido en el marco de la puerta escuchó los gimoteos de la pareja que se entregaba en cuerpo -el alma nunca fue parte del acto- y se excitó sin saber por qué su miembro crecía.
Avergonzado, no por espiar, sino por sentir algo de placer, trató de ocultar su erección doblando su pene. Sólo logró calentarse más. Eso, más los gritos y roces que salían de la habitación, fueron necesarios para saber que quería disfrutar de esa lucha que sus padres tan alegres sostenían.
La inocencia de los niños siempre es bien apreciada. Pero los infantes son más bien malévolos con cara de santos. Laura lo invitó a su casa y jugaron al doctor.
Él recostado sobre un diván, nervioso con las manos sudorosas y ella, con una bata de laboratorio que le quedaba grande, decía:
-¿Y si le tocó aquí le duele?-, mientras acariciaba la corva de la pierna derecha.
-No mucho-, contestaba él, nervioso, deseoso de sentir el contacto de ella aunque no supiera qué hacer cuando lo sintiera.
-Aquí tiene un bulto Don Federico-, aseguro la pequeña doctora, señalando con un estetoscopio de juguete el paquete que se hacía justo debajo el cierre, que parecía a punto de estallar.
Creo que lo revisaré-, aseguró lo lolita de seis años con la curiosidad natural de los niños, pero con el ingenio de un adulto que sabe lo quiere.
Federico ya no sabía ni qué hacer. Moría por sentir una caricia, saber que podía tener su propia lucha libre con todo y gemidos.
Pero le ganó el miedo.
-Yo creo que no doctora, se puede espantar. Dijo con la voz entrecortada.
Ella lo palpó por encima el pantalón gris oxford del uniforme escolar. Ambos sintieron placer.
Cuando él regresó a casa pensó en la situación, entre otras cosas se llamó cobarde, pero a la vez inocente, él que iba a saber, pero se excitó de nueva cuenta.
Él la amaba. Ello lo deseaba como un juguete, sólo eso, un juguete.